La reedición de este libro -gracias a la iniciativa de jóvenes poetas- se produce en momentos en que aún perdura el eco de los gritos de los estudiantes por las calles de Madrid: “¡Viva Asturias!”, y se afirma la resistencia de un pueblo sometido desde 1939 a un régimen de permanente ley marcial. A principios de 1935 nosotros oímos allí otros gritos condenando la bárbara represión contra los mineros que se habían levantado en octubre del 34, en la gloriosa cuenca del Caudal y del Nalón.
No sabemos qué es lo que queda de La rosa blindada, pero los acontecimientos recientes han reactualizado su contenido y algo continúa vigente: nuestra actitud, en cuanto a esa constante que configura la pretensión de reflejar, de algún modo, el tiempo en que se vive, cuando hechos sociales fundamentales urgen al artista a definirse en cuanto hombre sensible al medio que lo rodea, en lo nacional y en lo universal. Y si es cierto que entre otras cosas no siempre explicables la poesía es el diálogo del hombre con su época, hago mío ese concepto. Pero aclaremos, esa actitud no excluye el otro sentido, la otra constante de mi vida y de mi poesía: los sueños, el amor, la aventura total del espíritu.
Consideramos oportuno explicar cómo y por qué nació este libro. Pasamos en Madrid casi todo el año 1935. Allí, un día, nos presentaron a Dolores lbárruri, dirigente de Pro Infancia, entidad encargada de organizar la ayuda a los huérfanos de los mineros masacrados por las tropas moras y el Tercio Extranjero, por los “galápagos de pellejo duro que no se ruborizan”. Ella nos puso al tanto de algunos hechos que habíamos conocido a través de cables escuetos y detalles de otros que ignorábamos, relacionados con el heroísmo y el martirio de los mineros asturianos.
Tocado a fondo por la magnitud de aquel drama me lancé a la aventura de reflejarlo a mi manera. (En Buenos Aires, al enterarme de lo sucedido a Aída Lafuente, ya había escrito un poema en su homenaje, además del titulado “El tren blindado de Mieres”.) Simultáneamente, creo interesante señalar esto, compuse muchos de los poemas de Todos bailan. Primeros poemas de Juancito Caminador. (Para algunos de los testimonios líricos de La rosa blindada utilizamos la forma del romance clásico, resucitándolo, no a la manera de la magnifica instrumentación y el apasionante clima del Romancero gitano, de García Lorca, sino dándole un contenido actual, entonces candente, alternando con composiciones de otra índole y teniendo en cuenta la definición que del romance hiciera Menéndez Pidal: “Una vieja poesía heroica que cantaba hazañas históricas o legendarias para informar de ellas al pueblo.” Un año más tarde, en la línea modestamente precursora de nuestro libro, fueron publicándose en El mono azul, singular periódico dirigido por Rafael Alberti, los trabajos que luego formaron el Romancero de la Guerra Civil Española.)
Por esos días Amparo Mom y yo éramos parroquianos de la peña de la Cervecería de Correos, presidida por el incomparable Federico García Lorca. Allí concurrían varios poetas: León Felipe, Manolo Altolaguirre, Emilio Prados, César Arconada, Miguel Hernández, Concha Méndez, Arturo Serrano Plaja, Enrique Azcoaga, Pablo Neruda, cónsul de Chile en Madrid, y a veces Pedro Salinas y Gerardo Diego. Integraban el notable grupo varios pintores: Miguel Prieto, Maruja Mallo, el chileno Isaías Cabezón, la argentina Delia del Carril, el arquitecto Luis Lacasa, el cineasta Eduardo Ugarte, el músico chileno Acario Cotapos y otros amigos no intelectuales. (Algunos de ellos fueron devorados más tarde por el exilio o la muerte; vivíamos las vísperas terribles.)
En setiembre de aquel memorable año y pese a la policía y la censura del “Bienio negro”, León Felipe organizó un acto en el Ateneo de Madrid y ahí leímos la mayoría de los poemas de la primera parte de nuestro libro -los inspirados por la insurrección minera-, el cual apareció meses después en Buenos Aires editado por la Federación Gráfica Bonaerense, que esta cosa que hoy suena rara fue posible…
Y allí estaba entre el público, precisamente, el querido Pablo Neruda. Digamos que Miguel Hernández nos había oído discutir con él, cierta vez. Pablo era decididamente antifascista, claro está, y simpatizó profundamente con los mineros astures y los obreros madrileños durante aquellos días de “Octubre rojo”. Sonreía cuando yo le insté a reflejar en algún poema esos sentimientos. (En su revista puramente lírica Caballo Verde publicó, sin embargo, mis versos a los 9 Negros de Scottsboro.) Estaba encerrado en el clima ciertamente cautivante de su Residencia en la tierra, obra que, técnicamente, en plenitud, y luego de grandes aciertos parciales, creemos que no ha superado el notable poeta, quien hoy se repite, envuelto en las redes de reiteradas retóricas. Pero, poeta y hombre auténtico, si Asturias estaba lejos y él necesitaba ser testigo directo, el Cuartel de la Montaña quedaba a poca distancia de su “Casa de las flores” y una mañana de Julio del 36 vio a los milicianos marchar al asalto de aquella fortaleza y abatirla. Fue cuando escribió el primer poema distinto, “Canto alas madres de los milicianos muertos”. Y como nosotros habíamos blindado la rosa, él “blindó el viento” (”…como una cortina de viento blindado”).
* * *
Miguel Hernández, precoz autor de dramáticos sonetos de técnica perfecta, de brillante retórica, que a su llegada de Orihuela habíase vinculado al grupo católico de “Cruz y Raya”, comprendió definitivamente aquella noche, en el Ateneo, por qué a veces la poesía deviene un arma… Y cuando en 1937 volvimos a España lo hallamos convertido en comisario político de una brigada; nos leyó varios de sus poemas, también distintos, de Viento del pueblo.
Recuerdo que esa misma noche, a la salida de aquella ilustre institución cultural madrileña, se acercó a nosotros una joven mujer enlutada pidiéndonos copia de La Libertaria, nuestra elegía a Aída Lafuente. Quizá esto explique un hecho conmovedor para nosotros. Dos años habían pasado cuando asistimos a un acto de homenaje a los delegados al Segundo Congreso Internacional de Escritores, en un teatro de Madrid. En determinado momento un coro cantó La Libertaria. No dieron el nombre del autor de la letra. Y eso me pareció entonces algo así como la consagración del anonimato…
Sí, a veces la poesía se convierte en un arma y aun sin que el poeta se lo proponga.
Hace poco, en La Plata, hablando ante un público formado en su mayoría por muchachos y muchachas estudiantes, evocando a los tres mártires de la poesía española, Federico, Antonio Machado y Miguel, citamos un hecho rico en símbolos, y vaya la anécdota para rubricar el segundo prólogo a mi libro: en vísperas de la batalla de Guadalajara, ganada contra las tropas que enviara Mussolini, otros “voluntarios” y fuerzas mercenarias, el novelista alemán Ludwig Renn, oficial de la brigada internacional Thaelman, hallábase en su carpa escribiendo el capítulo de una novela. De súbito sonó el clarín llamando al ataque o vinieron a avisarle, el caso es que, en el apuro -para escribir utilizaba un lápiz largo, como de carpintero-, olvidando tomar el fusil, salió a todo correr de la carpa… empuñando el lápiz a manera de arma.
¡En verdad, lo era! Como también lo era la rosa que un miliciano colocara en la boca del caño de su fusil… Es posible que un día ya no existan fusiles o por lo menos ya no sean necesarios en el mundo de la paz que vendrá, pero como dijo el personaje de Mrs. Miniver, el viejo londinense que de día cultivaba rosales selectos y de noche ocupaba su puesto en una de las patrullas de la Defensa Civil: “Siempre habrá rosas…”
Buenos Aires, julio de 1962
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